Ayuda al Suicida

Comentarios, pensamientos, referencias, artículos magistrales, dudas, afirmaciones, sobre la prevención del suicidio, el acompañamientos a quienes sufren esta crisis, y posvención a familiares y amigos de un suicidio. Para tratar de "humanizar" con la educacíon, con conocimiento sobre el suicidio.

lunes, marzo 26, 2007

Amigo Paúl (Primera Parte)

Amigo Paúl


Paúl-Louis Landsberg


Parte I


Nuestro amigo Paúl, ya toco el límite en carne propia de lo que la vida le da o le quita. En el papel borrador de su escritorio se leía con prolijidad y perplejidad:

“ En mi camino arenoso
no encuentro flores.

De vez en cuando
encuentro pequeñas
piedras blancas”

A decir verdad, la vida de Paúl está en el punto máximo que un ser humano pueda tolerar. Ya esta era la segunda vez que escapaba de un país que le era adverso a sus ideales. Él o su persona eran una amenaza para la seguridad del país donde estaba. Pero ya no toleraba más sentirse perseguido las veinticuatro horas. Sobrellevaba su vida con desesperación, ya que si lo atrapaban sería primero el camino de la tortura, luego el de los trabajos forzados, puede que luego de un pelotón de fusilamiento y toda clase de humillaciones que un ser humano nunca podría tolerar.
En el bolsillo interior de su saco tenía un frasco de veneno, fruto de pactos con colegas de lucha que sería usado en caso de ser descubierto para no declarar al Führer, al nazismo que lo buscaba por cielo y tierra.

Este frío viernes en Paris lo encerró como en un navío, solo, en el mar de su habitación. Entre lecturas, recuerdos y encontrar un hilo conductor que lo ayudara a hilar el futuro.
El frasquito convivía con él, como un pasaporte, un salvoconducto para salirse de escena para evitar lo peor. Muchos filósofos, hombres de letras y amigos de lucha contra el régimen lo tuvieron que usar. Paúl lo analizaba como que no tenían otra alternativa y así lo justificaba. Aún siendo católico no alababa la conducta suicida, pero si lo tenía como recaudo en el interior del bolsillo de su saco. Después de huir de Franco, ya estaba más que harto de esconderse desde el año 34, cuatro días antes que el Führer asumiera el poder total en Alemania. Abandonó la Universidad de Boon y se refugió en España, todo un cambio terrible. Él tenía por arma su pluma, su escudo era el estratégico cambio de residencia y su salvoconducto el frasco en su bolsillo.

Esta noche cavilaba sobre la terrible noticia de la muerte de su amigo Marx, que los nazis lo habían llevado a Polonia y murió en la cámara de gas. Se decía:
“Que personal es la muerte, me marca como un hierro candente sobre mi corazón, es como una explosión que hace estallar en mil pedazos los esquemas sobre mis creencias y preconceptos, poniéndome a prueba por la experiencia en mi piel de su muerte y exaltando por la amenaza de la desesperanza que esta noticia secreta manifiesta en mí”.
El tenía la certeza de que Jesús lo comprendía, es más, pensaba que Jesús (quién llevo la verdad al mayor de los extremos) convivía cotidianamente con él. Aunque todas o casi todas sus cavilaciones terminaban en el limite de su saco. Pensó por que Marx no uso este salvoconducto. Comentaba esta carta que se dejó llevar sin resistencia y no tuvo intención de salir por el lado de la muerte por mano propia, ya que todos nos habíamos propuesto este remedio.

La noche era límite, los sentimientos lo hacían sudar, llorar y los recuerdos no lo dejaban en paz y se decía así mismo:
“Si me vienen a buscar estoy totalmente decidido a suicidarme, no quiero ser humillado, dispondré de mi vida, soy libre y si me mato más libre aún. ¡Que intrusa es la muerte¡ ¡Cómo duele morir de a poco¡ Es como que me faltara chocar contra la eternidad y de un salto salir de escena. Sería como usar mi omnipotencia para huir de esta impotencia que me acorrala día a día”.

Después de horas, saca uno de sus libros de San Agustín y busca luces para iluminar esta noche donde el echo de ser perseguido a muerte, torna su búsqueda espiritual un sentido al sin sentido de morir.
Paúl se escuchaba en San Agustín:
“Qué dolor entenebrecía mi corazón; y todo lo que miraba era muerte. Y la patria me era un suplicio; y la casa paterna un horror extraño; y todo aquello que hube en común con él me era crucifixión atroz sin él. Mis ojos le requerían por doquier, y no me era dado; y odiaba todas las cosas porque no lo tenía y porque eran incapaces de decirme: “Espera, que vendrá”, como cuando, en vida, estaba ausente. Yo mismo me había vuelto un gran interrogante para mí, y le preguntaba a mi alma por que estaba triste, y por qué me conturbaba tan fuertemente: y ella no sabía qué responder. Y cuando yo le decía: “Espera en Dios”, con razón no obedecía: porque el hombre queridísimo al que había perdido era más verdadero y mejor que ese fantasma en el que se le mandaba esperar. Las solas lágrimas me eran dulces y había sucedido a mi amigo en las delicias de mi corazón (1) ”

Era ya de madrugada, sentía cada palabra como una daga y notaba en una angustiosa realidad que percibía que la vida, su vida empezaba a dudar de sí misma. Esto lo paralizaba lo hacía muy vulnerable y por más católico que se sintiera le exigía a Dios que fuera su Esperanza. Pero todo terminaba en su interior cuando se tocaba el saco y notaba algo que lo haría regresar al Seno Materno, a la Madre Tierra, a esa oscuridad fetal, ese Eterno nacer que lo llevaría como una liviana semilla de Eternidad.

(1) Confesiones IV, 4. San Agustín


© Marcelo Correa