Ayuda al Suicida

Comentarios, pensamientos, referencias, artículos magistrales, dudas, afirmaciones, sobre la prevención del suicidio, el acompañamientos a quienes sufren esta crisis, y posvención a familiares y amigos de un suicidio. Para tratar de "humanizar" con la educacíon, con conocimiento sobre el suicidio.

lunes, marzo 26, 2007

Intermedio Tauromáquico

Intermedio Tauromáquico
Paul-Louis Landsberg

La vida del hombre sin Dios se parece a una tragedia, si no se considera uno u otro de sus momentos aislados, sino su estructura y su fin. Es difícil conseguir esta visión de conjunto. Llegamos a ella por analogía si tomamos conciencia del sentido simbólico de ese misterio, que ha sobrevivido al paganismo, que es la corrida de toros. El paganismo es triste en el fondo, y la verdadera afirmación de la esperanza que constituye el núcleo de la existencia humana no puede cumplirse más que por promesa de la eternidad y de la resurrección.
El toro que entra en el ruedo no sabe nada de lo que le espera. Alegre, escapa a la oscuridad del chiquero y siente la plenitud de su vitalidad de joven atleta. Deslumbrado por la luz repentina, es señor del circulo cerrado que se convierte en su mundo y que le parece aún una llanura sin límite. Vigorosamente, azota la arena con el rabo, recorre el ruedo en todas direcciones, sin otra conciencia que el júbilo de su fuerza. Así sale el nido del cuerpo de la madre, y muy pronto se pone a jugar en un mundo luminoso que le permite ignorar aún su destino y sus peligros.
Llegan los primeros adversarios. Aún se trata de un juego. Para el toro el combate es algo natural. La lucha intensifica su sentimiento de la vida y de sus propias fuerzas. Las pequeñas molestias del comienzo no hacen sino aumentar su furor. La cólera del fuerte alcanza su medida en esta excitación. La lucha evoca y realiza la Bestia de ataque que ocultaba la vida cotidiana. No hay ningún sentimiento desagradable que vaya más allá del juego. Pero, lentamente, va apareciendo un elemento penoso. El juego está trucado. El adversario es demasiado artero: provoca y huye. Siendo más débil, este adversario se vuelve más fuerte al ser avieso. El rojo del paño se vuelve algo vejatorio, deja de ser la ocasión bienvenida de batirse.
También el adolescente tiene sus primeros encuentros, en la escuela y en otros sitios, con un mundo astuto contra el cual es importante la sinceridad de su fuerza. Pero las fatigas de la juventud no son graves.
Para el toro lo grave comienza con la entrada de los enemigos centauros. Los picadores le hieren desde lo alto de sus caballos con sus picas que le alcanzan de lejos. El toro ataca y su furia se trasforma y supera a sí misma. Es la cólera ahora dolorosa, magnífica, cegadora, en la cual el ápice del frenesí procede secretamente de la desesperanza vital, cólera que se fortalece por una victoria continua sobre esta desesperanza. Y es el inocente, el pobre viejo caballo el que sufre sobre todo este encarnizamiento. El astuto picador se marcha una vez cumplida su tarea sangrienta. También el hombre entra en la lucha seria de la vida. Jamás puede vencer al mal. Si destruye a alguno de sus adversarios no habrá destruido más que a un inocente. Sólo hay inocentes y nuestros adversarios no son sino las máscaras de ese Mal que no mataremos.
El toro aún es bastante fuerte en este momento. Pero desde ahora carece de reservas, parece más fuerte de lo que en realidad es. La vida en él ha comenzado a dudar de sí misma. Las heridas de las picas son de gravedad y mana la sangre. Es ahora cuando un intermedio va a retardar la acción. Se va a adornar al toro sin dejar de herirle. Este luchador intrépido es glorificado y al mismo tiempo burlado por una especie de coronación. Se le ponen las banderillas. Y la bestia heroica debe servir de pretexto casi ridículo a la elegante danza del hombre que le aplica este ornato doloroso: el banderillero, que consigue plantar sus armas a pesar de su propio miedo, gracias al tamaño y al peso del animal atacado. También el hombre maduro alcanza el éxito y la gloria en el momento en que ya está debilitado por las heridas de la vida. Y hasta la gloria de este mundo no es sino una herida más íntima, un ornamento tradicional y casi ridículo, un disfraz de victoria. El hombre no ha vencido. Nadie es vencedor en este mundo. Se hace como si fuera vencedor, como si la verdadera gloria estuviera en poder de los hombres. En realidad, esto es una burla del hombre. El toro al menos no cree en su nueva dignidad. ¿Tiene incluso el presentimiento de que el mundo sólo glorifica a los que van a ser inmolados?
Con el matador, gran sacerdote mistagogo de la fiesta, la muerte entre en el ruedo. Hela ahí. En la forma de la espada flexible, bella, inevitable, oculta bajo el rojo inquietante del paño: “pero oculta solamente para aquél a quien va destinada”. Los demás la ven, ven esta muerte, y el toro debilitado entra en la angustia, y trascendiendo la angustia, entra en una serenidad de segundo grado, el la serenidad definitiva después del intermedio tragicómico. La tragedia comienza, o, mas bien, se deja descubrir al fin el carácter trágico del todo el acontecimiento. Un buen toro conserva la dignidad, continúa siendo un luchador hasta el final. Esta vitalidad casi sin inteligencia, empero, no está desprovista del sentimiento oscuro de la fatalidad que se aproxima, sentimiento desarrollado bruscamente por las aventuras de esos veinte minutos que contiene una vida. Se lucha, se ataca, se huye, se vuelve a acomenter por ambos lados, hay éxitos y fracasos. Y el combate no se queda solamente en el plano físico. Rehaciéndose en su voluntad, el matador trata de conducir a la bestia, de dominarla, de colocarla en la única posición que pueda hacer mortal su golpe. La roja bandera de la muerte, que él agita, se enseñorea de la bestia, forzada a seguirla como el enamorado sucumbe bajo el encanto de una dueña soberana. Y de repente el toro es derribado. Su pesado cuerpo lleva la espada como un finale, como un postrer grito altivo y desesperado. Por unos instantes aún parece resistir. Pero la muerte se cumple, esta muerte presente desde hace tiempo, identificada con la espada, idéntica su fuente, con el mismo matador que la maneja. La bestia muerta es sacada como una cosa. Así también acabamos todos nosotros en la muerte, aquí abajo. Toda lucha contra ella está perdida de antemano.
El esplendor de esta lucha no puede consistir en su resultado, sino solamente en la dignidad misma del acto. Lo definitivo en lo inevitable.
En la corrida de toros, la bestia representa el papel del hombre, y el hombre desempeña el papel de una divinidad arcangélica, el papel del demonio. Se venga de estar bajo el yugo de la fatalidad de alguien. Por una vez es él quien sabe y prevé lo que va a llevar a cabo. También oculta a sí mismo dos horas de su propia muerte de un sustituto. Dentro de los límites de una concepción exclusivamente inmanente de la vida y de la muerte humana, no puede haber misterio más altamente simbólico. Por una vez el hombre cree ser el vencedor haciéndoce aliado del enemigo invencible. Pero en el fondo de su alma sabe que el mismo es el toro, que la sobrehumanidad estoica del matador es ficticia, y que esta lucha, cuyo desenlace está trágicamente predestinada, es la suya propia. Y, así y todo, el hombre no desespera ante la verdad: no puede dar cumplimiento a su esperanza más que en el caso de que, a pesar de todo, existiera la posibilidad de una victoria sobre la muerte. El hombre jamás desespera del todo mientras está con vida, pero la certidumbre de una victoria posible no se encuentra más que en la vida cristiana.




Fuente: Ensayo sobre la Experiencia de la muerte / El Problema Moral del suicidio. Paul-Louis Landsberg. Caparrós Editores. 1995 Madrid

Marcelo Correa
Argentina
http://ayudaalsuicida.blogspot.com